jueves, 1 de abril de 2010

EN PRIMERA PERSONA

Estos, que por la descripción cartesiana serían tanto los oradores como los escolásticos, llegan a una especialización ilegitima por medios dudosos. Y así, como un ciego conduciría a los que ven a oscuras cuevas para luchar en igualdad de condiciones, “tal manera de filosofar es, sin embargo, muy cómoda para quienes no poseen sino un ingenio muy mediocre [en el sentido peyorativo]; puesto que la oscuridad de las distinciones y de los principios de que se sirven les permiten opinar sobre cualquier materia tan audazmente, como si la conocieran, y sostener todo lo que afirman contra los más hábiles y sutiles sin que haya forma de convencerlos”.[1] Descartes, por el contrario, querría hacer “entrar la luz del día en la cueva a donde han descendido a batirse”, ya que estaba persuadido de que todo hombre es capaz de filosofar y entendía que su propia filosofía era adecuada, por su sencillez, para ello, frente a la especialización y sutilidad ilegítimas.
La primera de estas dos convicciones cartesianas, que todo hombre es capaz de filosofar, la encontramos desarrollada especialmente al principio de la primera parte del Discurso del método, en el pasaje celebre en que se afirma que “el buen sentido es la cosa mejor repartida del mundo”, un poco más adelante reafirmada: “pues en lo que concierne a la razón o al sentido, ya que es la única cosa que nos hace hombres, y nos distingue de los animales, quiero creer que está entera en cada uno de nosotros”.[2] Esta reivindicación de la universalidad de la capacidad de filosofar, contra toda especialización o elitismo, iba a la par de una revalorización de las actividades humanas en general, que contrastaba con el desprecio habitual de los “doctos” por lo común: “si bien al observar con ojo de filósofo las diferentes acciones y empresas de los hombres no se encuentra ninguna que no parezca vana e inútil”.[3]
En cuanto a la segunda de las convicciones, la de la sencillez de la filosofía cartesiana, también es bien conocida y atraviesa el conjunto de la obra cartesiana. De nuevo la afirmación de Descartes era polémica, enfrentada a la supuesta dificultad y sutilidad de la filosofía escolástica, que legitimaban la marginación de la gente común de la empresa filosófica. El pensador cartesiano, por el contrario, argumentaba que sus “razones [son] (...) tan simples y tan conformes con el sentido común que parecerán menos extraordinarias y menos extrañas que algunas otras que se pudieran tener acerca de los mismos temas”[4], definiendo así una filosofía “mediocre”, vulgar, aunque exigente (no hay que olvidar la matización cartesiana, que ha de recordarnos la salvedad montaniana antes señalada sobre el juicio, de que “no basta, pues, tener un buen ingenio, lo principal es aplicarlo bien”).[5]
Y la consecuencia de ambas convicciones, a favor de un modo mediocre de filosofar, no exclusivo de una filosofía dogmática y sistemática, hiper-especializada, era doble. Por un lado, Descartes defendería la lengua vulgar, dejando el latín para la especialización, como indicaba en, por ejemplo, la carta-prefacio a sus Principios de la filosofía, para justificar la traducción francesa de esta obra. Por otro lado, se incitaba a la lectura activa, Descartes, como Montaigne, ponía al destinatario de su texto en el lugar del sujeto. Esto implicaba no concebir el texto como lección, “no es pues mi propósito aquí enseñar”,[6] e igualmente que cada lector “juzgue”, esto es, “contribuya” a, la empresa cartesiana.
El juicio sobre su obra es tan importante en Descartes como en Montaigne, ya que esperaba beneficiarse a su vez de tales juicios, aprovechándolos para instruirse.[7] Y así, en esta misma línea, en la sexta parte del Discurso pedirá “a todos aquellos que tengan que hacerme alguna objeción que se tomen la molestia de enviarlas a mi librero e, informado por éste, trataré al mismo tiempo de juntar a ellas mi respuesta”, asegurando que reconocería con toda franqueza sus faltas, si era capaz de reconocerlas.[8] Y es sabido que en las Meditaciones metafísicas aún iría más lejos por este camino, recogiendo en cada edición las objeciones que le iban haciendo sus lectores más destacados y acompañando éstas de sus respuestas. Y la misma invitación a una contribución activa del lector, de su juicio, puede encontrarse al final de la carta-prefacio de los Principios de la filosofía, si bien aquí con mayor prudencia, desaprobando la obra de Regius, uno de sus seguidores, Fundamenta Physicae.
En definitiva, esta comunicación, retomando nuestro estudio doctoral sobre los Ensayos de Michel de Montaigne, donde investigamos las nociones de ironía y escepticismo, así como su estrecha relación con la noción moderna de subjetividad en los textos de este autor francés, querría haber mostrado en escorzo algunas de las coincidencias y disonancias de este pensador con el llamado padre de la Filosofía Moderna: René Descartes (cuestión central apenas tratada por otros estudiosos anteriores y descuidada asimismo en nuestros trabajos previos), por relación, como hemos expuesto, al todavía escasamente investigado “sistema retórico” pregnante durante toda la Edad Media y el Renacimiento europeos.


De este modo, no sólo pretenderíamos contribuir a una visión más perspicua de algunos hitos fundamentales de los “orígenes” del pensamiento Moderno, sino también a realizar una crítica de las habituales simplificaciones llevadas a cabo en la propia concepción de la Historia de las Ideas, con su linealidad evolutiva y sus rígidas distinciones y periodizaciones y, finalmente, a una mejor comprensión de nuestro actual panorama intelectual, poco matizadamente denominado en muchas ocasiones como posmoderno, ya que las tensiones, simpatías y divergencias, entre estos dos autores tan representativos en los diversos ámbitos mencionados: los de la mente y el cuerpo, así como sus diversas interrelaciones, el de la concepción del sujeto, o el de la argumentación y la conceptualización filosóficas, nos serían hoy en día más cercanas y su reflexión más urgente que nunca. Releer a ambos autores en la clave que proponemos podría contribuir a iluminar aspectos oscuros en diversas áreas del pensamiento actual plenamente vigentes, como las de la Filosofía de la Mente o de la Acción, o las Teorías de la Argumentación y de la Racionalidad, y, en definitiva, mostraría lo necesario que es, y sigue siendo, pensar en una encrucijada de saberes.


Vicente Raga

[1] p. 642.
[2] pp. 568-569.
[3] p. 570.
[4] p. 648.
[5] p. 568.
[6] p. 571.
[7] pp. 570-571.
[8] pp. 646-647.

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